Noé Farrera Morales
El Día del Padre pasó ayer, y con él se multiplicaron los mensajes, las fotografías y los homenajes breves pero sentidos en redes sociales. Como cada año, muchos se volcaron a recordar a los que ya no están, a agradecer a quienes siguen presentes o incluso a confrontar ausencias prolongadas. Sin embargo, más allá del gesto conmemorativo, conviene detenernos un momento para reflexionar qué representa realmente la figura paterna y cómo se construye —y se reconstruye— en nuestras memorias, desde el amor, la gratitud, pero también desde la comprensión profunda de sus silencios, de sus ausencias emocionales, de sus miedos no dichos.
Los padres, históricamente, han sido formados en el rigor del deber. Les enseñaron que ser hombres era no llorar, no dudar, no titubear. Les exigieron fortaleza a costa de su sensibilidad. Así, muchos de ellos se convirtieron en proveedores, protectores o figuras de respeto, pero no siempre en confidentes, ni en brazos abiertos para la ternura. Ese mandato cultural terminó por alejarlos, por volverlos herméticos incluso con sus propios hijos, y con los años, por colocarlos en un pedestal al que era difícil acceder o del que era difícil bajarlos para verlos como lo que eran: humanos, con temores, contradicciones y vacíos.
Por eso, el amor hacia nuestros padres requiere algo más que festejos: necesita comprensión. No basta con regalarles una camisa o escribirles un mensaje. Es urgente aprender a verlos con ojos más generosos, más humanos, más empáticos. Comprender por qué callaron tanto, por qué se ausentaban en casa aunque estuvieran físicamente, por qué sus abrazos eran torpes o sus palabras de afecto escasas. Tal vez no supieron cómo hacerlo mejor. Tal vez nadie les enseñó. Tal vez, si escarbamos un poco, descubramos que también fueron hijos rotos de padres aún más lejanos.
No se trata de justificar errores ni de borrar heridas, sino de tender puentes posibles. Hay padres que no estuvieron y que, pese a todo, siguen vivos en la memoria. Hay quienes fallaron, pero después supieron pedir perdón. Y hay también quienes hicieron todo lo que pudieron con lo que tuvieron, con las herramientas emocionales que les fueron negadas en su infancia. Cada historia es distinta, y cada vínculo necesita su propio tiempo para sanar, para recomponerse o, a veces, simplemente para aceptarse tal como fue.
Amar a los padres, en este sentido, es también procurarles bienestar. Es visitarlos sin que haya una fecha especial. Es escuchar sus historias repetidas. Es interesarse por sus dolencias físicas y emocionales. Es reconocer que están envejeciendo y que detrás de sus canas y sus silencios hay preguntas sin responder. La figura del padre necesita dejar de ser el símbolo frío de autoridad para convertirse, si es posible, en alguien a quien también se cuida, se acompaña y se mira con ternura.
Y es que cuando uno se da el permiso de mirar al padre más allá de los roles que impone la sociedad, descubre otras formas de amor. Se vuelve posible abrazar al hombre antes que al arquetipo, y en ese gesto, muchas veces, hay redención. No por ellos, sino por nosotros. Porque dejar de pelear con la imagen del padre ausente, severo o incomprendido, puede significar una forma de liberación emocional, de reconciliación interior. Al fin y al cabo, amarlos no significa negar sus errores, sino aceptar que también estaban aprendiendo.
El Día del Padre es entonces una oportunidad no solo para celebrar, sino para reflexionar. Para mirar hacia atrás sin resentimientos, para tender la mano si aún hay tiempo, o para hablar en silencio con quienes ya se han ido, intentando entender qué dijeron con lo que callaron. Porque los padres, a su manera, también nos enseñaron a vivir. Y si logramos amarlos con lucidez —no solo desde la nostalgia o la necesidad— habremos dado un paso más en nuestra propia madurez emocional.
En estos tiempos donde tanto se exige el amor visible, el amor expresado, recordemos que hay amores que se manifiestan en gestos sencillos: en acompañar al médico, en compartir un café, en preguntar cómo están realmente. Quizá no nos dijeron “te amo” con palabras, pero nos cuidaron como supieron. Y si aún están a nuestro lado, no esperemos otro junio para abrazarlos. El tiempo, al final, siempre termina por llevárselos. Nos leemos mañana.
Anclaje
Yo tuve el mejor papá del mundo. Si la vida nos diera la oportunidad de elegir a nuestros padres, siempre elegiría a los míos una y otra vez. A ellos me debo. En cada extensión de mi cuerpo, en cada cama, cada línea de mi rostro, los encuentro. Comprendo ahora que soy mi padre, soy una extensión suya y mi hijo es una extensión mía, y así vamos siendo inmortales y renaciendo en los hijos. Gracias a mis padres por tanto. Que Dios los tenga en su su santa gloria.