Ornán Gómez

Papi, ¿me ayudas a dibujar?, preguntó Ximena con el rostro compungido. Me está chantajeando, pensé al mirar su mirada triste. ¡Y claro que lo estaba haciendo, señor K! Minutos atrás había terminado de darme trancazos en la barriga, además de jalarme las orejas, hacerme cosquillas en los pies y golpearme con almohadas el cuerpo.
Mientras lo hacía, se carcajeaba y yo pensaba en lo lindo que eran sus carcajadas. Es como el susurro de una cascadita a mitad de un bosque silencioso. ¡Cuánta paz, chingada madre!, pensé mientras recibía putazos de aquí para allá que me estaban provocando dolor de cabeza.

¡Me rindo!, le grité a Ximena que, emocionada, seguía atizándome como si yo fuera un delincuente que intentó peinarle sus dulces. Cuando no era la almohada, eran patadas y puñetazos. ¿Para qué le enseñé a pegar?, me cuestioné mientras mi pequeña descargaba una artillería de chingadazos a diestra y siniestra.
¡Defiéndete!, gritaba mientras el cabello revuelto en la carita la hacía ver como un espanto a las doce de la noche en una calle desierta. ¡Pinche chamaca, me esta partiendo la madre y yo de pendejo que le aguanto!, refunfuñé cuando su puño derecho se estrelló en mi mandíbula.

¡Me rindo, chingada madre!, grité como niño indefenso ante una jauría de delincuentes. ¡Ni madres!, dijo la hija de su santa madre que, a esa hora, seguro, andaría dando gracias a Dios por deshacerse de su endemoniada hija por unas horas. ¡Te voy a madrear!, gritó la chiquitilla mientras daba una pirueta y hacía que sus pies se estrellaran en mi abdomen. ¡Ay!, me quejé y quise apretarle el cuello ahí mismo. ¡No aguantas nada!, dijo riéndose.

Me levanté de la cama y salí corriendo porque, seguro, terminaría con los ojos amoratados y algún hueso dislocado. ¡Me rindo!, le grité mientras corría y ella se carcajeaba como aparición a las dos de la madrugada con la consigna de meterle miedo a quien se le cruzara por el camino.
Llegué a la sala y me dejé caer sobre el sillón que rechinó con mis casi cien kilos. Estaba jalando aire como pez fuera del agua, cuando Ximena llegó como un tornado y siguió recetándome sus adormecedores puñetazos de niña de casi cinco años. En un arranque de desesperación la abracé fuerte y le di un beso en la frente, mientras ella pataleaba y hacía esfuerzo por zafarse. ¿Qué le estaba pasando? Te amo, le susurré al oído. Yo también, dijo sonriendo. Pero quiero seguir madreándote. ¡Chingada madre! Eso me pasa por enseñarle a pelear y a decir esas palabras, me recriminé pícaro.

Entonces, como un regalo de los dioses que me veían más muerto que vivo, mi pequeña dijo que le ayudara a dibujar.
¡Claro que sí!, respondí emocionado porque al fin me libraría de aquella ráfaga de chingadazos a los que me tenía sometido desde que llegara a verme. ¿Qué quieres dibujar?, pregunté. No respondió. ¿Te dibujo un osito? Tampoco hubo respuesta.

Tomó un mazo de hojas blancas y empezó a trazar líneas. ¡Pásame los colores!, ordenó. Corrí por ellos porque al fin podría dibujar algo. Pensé en un paisaje. O en un oso que, según yo, me salían perfectos. Dos círculos grandes. Luego círculos pequeños que serían orejas y ojos. Listo. Un oso que ni Picasso podría replicar. Corrí de vuelta con los colores y se los tendí. Ella los recibió seria, concentrada en lo que hacía. Me senté a su lado y tomé una hoja. Ella se quedó quieta. Extendí la hoja sobre la mesita y justo cuando iba a comenzar a dibujar, Ximena preguntó: ¿Qué haces?

Voy a dibujarte un oso, dije sonriente. ¿Y quién te lo pidió? Me quedé mirándola y me sentí niño descubierto en plena travesura por su maestra. Yo soy la que dibuja y tú eres mi ayudante. Pinche chamaca hija de la gran fregada. Te voy a madrear para que aprendas a respetar a tu señor padre. Ahora hazte para allá, que ahí me estorbas. ¡Qué! Me levanté emputado y fui al sillón. Color naranja, ordenó. Se lo tendí. Ahora el rosa. También se lo di. El amarillo, y ya lo tenía en su mano.

Después de unos minutos, vino a verme. No te enojes. Primero debo enseñarte a dibujar. Si no lo hago, vas a echar a perder las hojas. ¿Entiendes? ¡Sí!, balbuceé, mientras la miraba rayar y hacer círculos. Este es un gato, y me mostró una raya. Y esta de acá es mi casa e hizo un cuadrado. Y aquí está mi hermanito y mi mamá. Dibujó dos rayas ¡Ah!, tú estás aquí, afirmó como al descuido. Dibujó un círculo. Este eres, dijo. Ni en los dibujos de mi hija soy delgado, pensé malicioso. Y Te amo mucho, dijo. Y nos abrazamos, señor K.

Cuando terminó el dibujo, dijo que deseaba un licuado. Fuimos a la cocina y le preparé chocomilk con leche y un par de quesadillas. Mientras comía, me tallé la mandíbula porque aún me dolía el soberano chingadazo que me pegara minutos atrás. Casi cinco y no se achica ante los chingadazos, pensé mientras bebía un trago del licuado que hiciera minutos atrás.

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