Buenos días Chiapas
Puedo verlos en las calles. Y los veo solos, desquiciados, sucios, malolientes y descalzos. Cargando y arrastrando bultos pesados, demasiado pesados para sus hombros. Sin nada de valor, verdaderamente sin nada. Pero eso en algunos, es pura apariencia.
A veces también los distingo en sus diversas versiones. Vagos y limosneros; borrachos y drogadictos; locos, perdidos, enajenados y seniles. Al ver a los de ese tipo, no puedo evitar sentir repulsión e inmediato enojo, sea hombre, mujer o niño. Coraje de ser testigo de cómo un ser humano se ha dejado caer tanto, de cómo se ha abandonado a sí mismo o como ha permitido que lo abandonen los demás. Impotencia colérica de ser testigo del gran egoísmo que se debe necesitar, para que no les importen sus seres amados, su familia, sus amigos, la sociedad, y desde luego ¡ellos mismos!; o no hayan hecho lo suficiente en la vida como para importarles a los demás. Siento la insolencia de que tampoco les importo yo, la indiferencia desquiciante que tienen al dejar a su suerte su vida misma, en manos del destino.
Pero a veces me topo con otro tipo de vagabundo, uno diferente, uno “especial”. Es ese vagabundo sereno que pacíficamente se sienta en una banca o banqueta, a tan solo observar. Ese que no pide y que no grita. Ese que no expresa tristeza ni alegría, y al que tan solo se le notan los pensamientos profundos y coordinados a través de su mirada.
Ese vagabundo que aparenta paz, despreocupado del mundo que lo rodea y también indiferente totalmente al mundo que rodea a ese mundo. Por más bultos que cargue y arrastre, se nota que no carga nada, que no arrastra con nada. Su carga siempre es ligera, aunque parezca pesada. Aparenta que no tiene nada, pero tiene mucho. Tiene tiempo, tiene mente, tiene calma.
A ese desgraciado le presto más atención. Lo observo. Observo como me observa, como observa todo y como nos observa a todos. Como se sienta a escudriñar nuestro ritmo, nuestro vaivén, nuestro alocado andar de un lado a otro, siempre corriendo, siempre buscando, siempre queriendo.
Ese tipo de vagabundo me inspira terror. Me aterra su paz y su ritmo cadencioso. Me aterra sentirme atraído y seducido por su serenidad, por su tranquilidad, por su inmutable calma. Por la parsimonia congruente de sus movimientos lentos, calculados y pensados. En ese momento me hipnotiza y me captura su estado de gracia. Estado de gracia que imagino, que anhelo. Pero dura poco esa seducción hipnótica. Gracias a Dios que dura poco, ya que me despierta nueva y tristemente la alarma de la vida; el ruido, el ritmo y el vaivén del que soy parte, y que me devuelven a la cordura de la normalidad.
De ese lapso solo me puedo quedar con algo, algo que me hace envidiar y entristecer, solo me quedo con la idea clara de que ese vagabundo, quisiera ser yo.
José María de Valente.