Editorial Péndulo de Chiapas

El presidente Andrés Manuel López Obrador señaló el pasado sábado la pertinencia de investigar a la agencia de control de drogas del gobierno estadunidense (DEA, por sus siglas en inglés) dada su estrecha colaboración con Genaro García Luna, secretario de Seguridad Pública durante el calderonato, y con el general Salvador Cienfuegos Zepeda, secretario de Defensa en el sexenio peñista, ambos presos en Estados Unidos por cargos de narcotráfico. Esa y otras dependencias del país vecino, recordó el mandatario, operaban, entraban con absoluta libertad al país, hacían lo que querían; señaló que la DEA debe informar sobre su participación en todos estos casos y de sus tratos con ambos ex funcionarios mexicanos, y se preguntó: “¿Ellos no tuvieron responsabilidad, por ejemplo, en la introducción de las armas en el operativo de Rápido y furioso, que fue una propuesta aplicada desde Estados Unidos?”
El señalamiento del jefe del Ejecutivo federal obliga a replantear la muy cuestionada y cuestionable sinceridad de la agresiva política antidrogas que Washington adoptó desde los años 70 y que ha venido imponiendo o promoviendo desde entonces en otros países. Esa política ha provocado sangrientos conflictos en naciones como Colombia y el propio México, pero Washington dista mucho de aplicarla en su propio territorio. En la maniquea visión de la Casa Blanca, la responsabilidad completa de las adicciones que devastan a la sociedad estadunidense recae en países productores y de tránsito de estupefacientes. Pero, desde hace muchos años, Estados Unidos es, por donde se le vea, el epicentro del narcotráfico planetario: su población es el mayor mercado mundial de drogas ilícitas, su industria armamentista es el principal abastecedor de las organizaciones delictivas que fabrican, transportan y comercian drogas, y sus circuitos financieros son el mayor centro de lavado para el dinero del narco, actividad que deja enormes márgenes de ganancia a bancos y casas de cambio estadunidenses. Además, los proveedores de armamento, servicios de seguridad, tecnología de espionaje y asesoría del país vecino realizan pingües negocios vendiendo sus productos y servicios a los gobiernos que combaten el trasiego de estupefacientes.
En suma, mientras para las naciones productoras y de tránsito la persecución contra las drogas ilícitas se traduce en violencia, pérdida de vidas y bienes, desintegración social y descomposición institucional, para Estados Unidos es un magnífico negocio por todos los costados.
Es inverosímil que estas actividades puedan llevarse a cabo sin la complicidad de altos funcionarios y dependencias de Washington y que toda la droga que entra a territorio estadunidense –en el caso de la cocaína son cientos de toneladas al año– pueda ser distribuida por todo el país sin más contratiempos que la captura de algunos vendedores al menudeo. Es muy sospechoso que allá el gobierno se abstenga de aplicar la receta que prescribe al resto del mundo para enfrentar el ilícito: persecución policial masiva, uso de las fuerzas armadas, asesinatos selectivos e incluso masacres de supuestos narcos.
La historia señala que las máximas autoridades civiles y militares estadunidenses han organizado negocios de narcotráfico, como ocurrió con el trasiego de heroína en la guerra de Vietnam y el de cocaína en la operación llamada Irán- contras, una rebuscada triangulación en la que el gobierno de Washing-ton traficó droga de Colombia a su propio territorio –pasando por México– a fin de obtener fondos para comprarle a Irán armas destinadas a los mercenarios que combatían al gobierno sandinista en Nicaragua.

En tiempos más recientes, como lo recordó López Obrador el sábado, la oficina estadunidense de control de alcohol, tabaco y armas de fuego (ATF, por sus siglas en inglés) proporcionó armas de alto poder a una organización delictiva mexicana; más aun: entre 2009 y 2011 la propia DEA ayudó a El Chapo Guzmán a lavar en el sistema financiero del país vecino más de 10 millones de dólares, todo ello al amparo de la Iniciativa Mérida, firmada en junio de 2008 por George W. Bush y Felipe Calderón. En suma: sin desconocer la gravísima infiltración del narcotráfico en las instituciones mexicanas en gobiernos pasados, resulta grotesco que las estadunidenses se presenten como impolutas y ajenas a toda responsabilidad. Porque, si cabe hablar de narcoestado, posiblemente el ejemplo más emblemático sea Estados Unidos.

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