Mundo Raro
Ornán Gómez
Quien es adicto al café, hace lo necesario para beberlo, señor K. Bien puede comprarse en grano y luego molerlo en casa, en caso de que se cuente con molino. También podría comprarse molido, prepararlo en casa y degustarlo en el silencio de la misma. Ello es un placer que, quizá, sólo se compara al del bebedor que, sediento, busca un trago de aquí para allá. Sin embargo, el buen bebedor no bebe en cualquier lugar. No se digna detenerse en un deposito de cerveza y beber allí mismo. Tiene su cantina o cantinas favoritas. Allí donde ponen sus canciones predilectas y le pasan la botana de su preferencia. Eso, señor K, hace la diferencia. Un buen bebedor sabe que el lugar cuenta, porque beber es un ritual que calma los tormentos del día. Paladear el primer trago es conocer la gloria. Bebe para sentirse pleno y no para ponerse borracho al grado que no sepa cómo llegar a casa.
Con el adicto al café pasa lo mismo. Uno puede beberlo en casa mientras lee un libro, escribe, reflexiona o, a través de la ventana, se contempla la ciudad cubierta por un cielo azul. Se bebe café para sentir el chicotazo amargo que alegra la mañana, el mediodía, el atardecer o la noche. Se bebe solo o en compañía.
A mí me gusta beberlo en solitario, que es cuando me pongo a dialogar conmigo mismo. O mientras leo y recreo la historia en mi imaginación. A veces también me gusta beberlo en compañía de amigos. Mientras mi esófago va impregnándose del sabor amargo, escucho atento cada palabra. Veo con atención los gestos. Con el pensamiento trato de meterme en mis amigos. Saber qué hay más allá de las palabras que están diciendo. Descubrir lo que hay en el silencio que genera las pausas.
Suelo recorrer la ciudad en busca de algún cafecito. Un lugar con ciertas características, como el bar del bebedor. Música suave, si la tienen. Aunque de preferencia me gusta el silencio. Que sólo se escuche el sonido de la máquina y que el ambiente esté inundado por el aroma embriagante del café recién hecho. No me gustan los cafés con ruidos. Donde todos hablan y ríen y el lugar semeja un manicomio. Me fascina el silencio de los cafés donde, de vez en cuando, sólo se oye el ruido monótono de los automóviles arrastrándose en las calles. O el grito de algún niño. O las voces apagadas de los clientes.
Por eso siempre ando en busca de nuevos cafés, como el de donde le escribo. Es un lugar pequeño y acogedor. Un rectángulo donde las mesitas de madera con barniz rojizo están acomodadas en líneas rectas. Frente a las mesas hay una vitrina repleta de pasteles y tartas de nuez. Algunos acompañan el café con pastel. Yo no. Lo bebo solo. En la pared, detrás de la vitrina, hay cuadros donde aparecen, en blanco y negro y a color, Los Beatles. Delgados, altos y el cabello largo, hasta el hombro. Posan frente a un coche blanco y en otra fotografía atraviesan en fila una calle.
En otra pared hay cuadros con imágenes de distintas cafeteras. En otros aparece café en grano o molido. Un estante pequeño, empotrado en la pared, muestra ejemplares de café empaquetados con el nombre de Café Comitlán. En la esquina del local, una máquina tostadora, brillante, me recuerda a una locomotora por su forma.
Pues desde aquí le escribo, señor K. Un cafecito que está muy cerca del centro de mi ciudad. A escasos metros está una iglesia pintada de amarillo.
Afuera del café, los coches avanzan con dirección al centro. Conductores apurados, pienso cuando oigo los cláxones que estallan contra el silencio que resguardan las paredes de las casas. ¿A eso le llamas silencio?, podría preguntarse. Desde luego que sí. En los cafés, que son iglesias para mí, me retraigo. Me encierro en mí. Dialogo conmigo y trato de viajar a lo más profundo de mis pensamientos. Alejarme del mundo que me rodea, señor K. Quizá lo logro, casi siempre, escribiéndole estas cartas que recibe los lunes. Es la manera de asimilar la vida que corre por las calles.
Algunos clientes entran por café para llevar y otros se sientan mesas más allá, de donde estoy. Sorbo un trago breve, porque es la manera en que aprendí a beberlo. Además, se trata de prolongar aquello que es placentero, pues genera esa sensación que nos hace viajar muy lejos de uno mismo. O al menos es lo que me sucede.
Quizá por eso los besos de los enamorados es tardado, empalagoso. Ella y él no quieren que se termine esa sensación que producen los labios abiertos a la boca del otro. La lengua erguida, ardiente, recorriendo la cavidad de la boca del otro. Uno besa y los pensamientos se paralizan y se deja que el cuerpo hable, grite. Tome el control. ¿Quién querría dejar de besar a la persona de la que está enamorada y que despierta un sin fin de emociones? ¡De loco se pensaría en ello!
Salí de casa con la idea de llegar a este café y beber dos tazas. Mientras, le escribiría esta carta. Eso pensé cuando tendía la ropa recién lavada. Luego de que me bañé, salí. Mientras manejaba, pensé que todos tienen vicios. A algunos les fascina ir en su coche con el volumen del estéreo a todo lo que da. A mí me gusta venir a los cafés y estar solo. Leer o escribir complementa ese placer, señor K. Por consecuencia, siempre busco lugares que lo provoquen. Como aquí, el Café Comitlán que está muy cerca del centro de mi ciudad.